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«Sa padrina Bàrbara», por Jordi Skynet

Conocí a sa padrina Bàrbara hace algunos años, cuando su camino ya había sido largo. No sé todos los detalles de su vida, pero me gusta imaginar que, como tantas personas de su época, debió trabajar duro, en la casa y en el campo, enfrentándose a la vida con la fortaleza que solo poseen quienes han aprendido a caminar con determinación. Aunque su vida, como la de todos, no estuvo exenta de dificultades, conmigo siempre se empeñó en ofrecer lo mejor de sí misma. Había algo especial en lo que me transmitía, como si, de alguna manera, pudiera ponerse en mi lugar, acogerme, y envolver todo con una serenidad profunda.
Sa padrina Bàrbara no era una persona de muchas palabras. No necesitaba largos relatos ni recuerdos de antaño. En mi caso, no hacían falta grandes conversaciones para sentirme bien a su lado. Su sola presencia era suficiente para llenar el espacio de calma, para hacerte sentir que, de algún modo, estabas en el lugar adecuado. Con los años, he aprendido a valorar el silencio, a reconocer el lenguaje de los gestos pequeños, como los que ella siempre ofrecía.
Recuerdo bien su casa, una vivienda antigua de pueblo, con esa estructura que seguramente conoció muchas historias. Probablemente construida con marés, y vestida del color beige pálido que solo el tiempo sabe otorgar. Solía estar sentada frente al portón doble de madera, con los detalles metálicos que parecían hablar de otros tiempos. En la esquina de la avinguda de Baix des Cós, 45, junto al carrer de l’Esperança, colocaba su silla mallorquina de hilo y, bajo la sombra generosa de la morera que presidía el rincón, compartía momentos con sus amigas. Aunque siempre he sido más de movimiento, algo en ese rincón me invitaba a detenerme. Bajo la sombra de aquel árbol, cinco o diez minutos con ellas bastaban para sentir la quietud que tanto escasea en otros lugares. Su casa, esa esquina, fue siempre mi punto de referencia. Manacor, en parte, me era ajeno, pero aquel rincón, no. El pueblo podía ser grande, pero ese lugar siempre fue donde todo se detenía, donde siempre volvía. Mientras otros lugares te invitan a seguir de largo, con sa padrina Bàrbara era diferente. Su casa era un lugar donde siempre me sentí bien, como si también fuera la mía.
Aunque no compartí una vida entera con ella, lo poco que compartimos fue suficiente para dejar una huella imborrable en mí. Hay personas que, sin grandes gestos ni palabras complicadas, te enseñan que las cosas simples son las más importantes. Sa padrina Bàrbara era así conmigo. Me hacía sentir en paz, y aunque no puedo explicar con exactitud por qué, sé que esas sensaciones no se olvidan.
Hace años que perdimos el contacto diario, pero esa sensación nunca se fue. Es como esos amigos que no ves en mucho tiempo, pero sabes que siguen ahí, que la conexión permanece intacta. Con ella era igual. Aunque los días pasaran y las circunstancias cambiaran, siempre quedaba la certeza de que su presencia estaba allí, de alguna manera, en algún rincón de mis recuerdos.
No sé cómo fue con los demás, ni me importa. Solo sé lo que fue conmigo, y aunque ya no esté físicamente, seguirá presente en los pequeños detalles, en los momentos que compartimos y que se quedaron marcados. Es como con mi padre o mis abuelos: aunque ya no estén, lo que me dejaron sigue vivo en mí. Lo que te hacen sentir las personas importantes nunca desaparece. Ahora que ya no está, sé que seguirá estando, porque como dicen, las personas solo mueren cuando se las olvida. Y a ella no podremos olvidarla jamás.

PD: “Se echan de menos esos viernes donde había un plato de patatas que me encantaba. Era uno de esos pequeños detalles que me hacía sentir en casa».

Este artículo es un homenaje a Bàrbara Grimalt Jaume, «Sa padrina Bàrbara». Desde estas páginas, quiero dar el pésame a toda su familia.

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