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«Cuando el egoísmo se disfraza de virtud», por Jordi Skynet

Recuerdo mis tiempos en Bachillerato, en el Colegio San Cayetano, y a mi profesor de Filosofía. Por aquel entonces, me parecía una asignatura irrelevante y superflua. Pero hoy me doy cuenta de lo vital que es la Filosofía; indispensable, diría. Con 16 años no estaba preparado para comprenderla. Es curioso cómo la experiencia nos cambia. Como me decía mi abuelo Jordi: «Cuando crezcas, dejarás de apartar los guisantes del arroz, acabarán gustándote». Y tenía razón. Es una prueba irrefutable de que la experiencia es un grado… Qué clarividente era mi abuelo.
Hoy leía en la prensa una noticia: el 95% de la riqueza del planeta está en manos del 1% de la población. Vaya novedad. Y se me ocurrió que sería interesante hablar de un aspecto del ser humano que a menudo se relaciona con la desigualdad: el altruismo… y de la gran mentira que supone.
Así que empecemos. Alabemos al ser humano, esa criatura noble y generosa, siempre dispuesta a sacrificarse por los demás… ¡Qué ingenuidad! El altruismo, esa palabra que muchos pronuncian con orgullo, no es más que una gran farsa. Una estrategia vilmente codificada en nuestros genes para asegurar una sola cosa: la supervivencia del individuo, disfrazada de virtud.
¿De verdad pensáis que cuando alguien ayuda a otro lo hace por puro desinterés? Claro, algunos se engañan a si mismos creyendo en la bondad innata, en el «amor por la humanidad». Pero detrás de cada gesto altruista hay una intención egoísta, oculta, pero siempre presente. Tu cerebro no te deja ser «bueno» porque sí; te manipula para que creas que estás haciendo lo correcto, mientras en realidad solo estás sirviendo a la maquinaria de la evolución.
Esta idea no es nueva. Ya en el siglo XVII, Thomas Hobbes, en su obra Leviatán, describía al ser humano en su estado natural como una criatura movida por el egoísmo y el deseo de autopreservación. Según Hobbes, la cooperación no surge de la bondad, sino de la necesidad de garantizar nuestra propia seguridad y supervivencia. Friedrich Nietzsche, en Más allá del bien y del mal, fue aún más lejos, sugiriendo que el altruismo es solo una herramienta de control moral creada por los débiles para manipular a los fuertes, una maniobra para limitar el poder. Y más recientemente, Richard Dawkins, en El gen egoísta, argumentó que lo que llamamos altruismo no es más que una estrategia evolutiva diseñada para maximizar la transmisión de nuestros propios genes.
Esta lógica también se aplica a las ideologías políticas. El comunismo, la ideología que promete la igualdad y el reparto justo de los recursos, se presenta como la expresión máxima del altruismo a nivel social. Pero, ¿qué impulsa a los individuos a adoptar esta postura? Fácil: cuando se encuentran entre los desfavorecidos. En ese momento, la promesa de una distribución igualitaria resulta tentadora. Pero una vez que ascienden, que pasan a ser los favorecidos, su perspectiva cambia. ¿De qué sirve repartir lo que ahora tienen, ganado o heredado? Así, el comunismo no es más que la ideología del altruista circunstancial, aquel que abraza la idea de compartir solo mientras tiene poco que perder. Nietzsche lo describió bien: el altruismo y las ideologías que lo promueven son herramientas de los débiles para contener a los fuertes.
Mira a los que se sacrifican por la familia, por los amigos, o incluso por desconocidos. ¿Te parece admirable? Lo que realmente ocurre es que nuestros genes nos entrenaron para proteger lo que más valoramos: nuestra continuidad genética o nuestra posición social. El altruismo no es más que un código genético que nos obliga a actuar para que nuestra especie -o más concretamente, nosotros mismos- sobreviva mejor. Es el truco más antiguo del manual evolutivo: hacer que la ayuda a los demás nos beneficie a nosotros, ya sea directamente o asegurando que aquellos que nos rodean estarán allí cuando los necesitemos.
¿Y qué hay de esa «satisfacción» que sientes después de hacer algo «bueno»? No es más que una descarga bioquímica diseñada para mantenerte en línea, para que sigas cumpliendo con tu función biológica. No eres más que un peón en el tablero de la evolución, un autómata que responde a los estímulos de su propia programación genética. Crees que ayudas porque eres noble, pero en realidad ayudas porque es lo que te mantiene en el juego.
Es hora de dejar de idealizar el altruismo y empezar a verlo por lo que realmente es: un engaño evolutivo, una herramienta que nuestros genes utilizan para asegurarse de que seguimos transmitiéndolos. ¿Qué tan altruista eres si, en el fondo, lo único que haces es proteger tu propia existencia? El ser humano no es bueno por naturaleza. Es egoísta, siempre lo ha sido y siempre lo será. Solo que ha aprendido a disfrazar ese egoísmo con un halo de nobleza.

PD: Para quienes acaban de leer este artículo: ¿Algún valiente dispuesto a ceder desinteresadamente uno de sus pisos vacíos a alguna de las miles de personas con pocos recursos, que encuentran imposible acceder a un alquiler en la isla?

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