
Ucrania: el grito silencioso de sus madres y la resistencia inquebrantable de un pueblo


Me embarcaba en un viaje personal, un escape de los titulares que a diario desgarran el alma. Mi brújula: encontrar escenarios para mi próxima novela. Mi verdadero motor: el anhelo de reencontrarme con mi hijo y conocer a mi nieto, Arek Javierovich, nacido en Ucrania. La noticia de su llegada fue el catalizador, una chispa de esperanza en medio de un mundo convulso.
El camino, sin embargo, se reveló arduo. Sin vuelos directos, Cracovia, Polonia, se erigió como la puerta de entrada. Un obstáculo menor, pensé, eclipsado por la imagen de mi nieto. Pero el trayecto en autobús hasta Medyka, en la frontera, fue un preludio de la brutalidad que me esperaba. La facilidad con la que crucé contrastaba salvajemente con la realidad de las madres ucranianas, cuyo dolor y sacrificio se palpan en cada despedida, en cada incertidumbre sobre el futuro de sus hijos. Ellas, a diferencia de mi paso fugaz, se enfrentan a la angustia perpetua de no saber si la próxima salida será posible, si la guerra les arrebatará lo más preciado. Mi viaje, impulsado por la alegría de un nuevo nacimiento, me abrió los ojos a la desgarradora realidad de un país donde la vida, incluso en sus inicios, está marcada por el sufrimiento y la inquebrantable resistencia de sus madres.


La noche ucraniana y el eco de las plegarias
La noche ucraniana, fría y oscura, devoraba el cálido recuerdo de Mallorca. Abrigado, con la mente fija en mi nieto, cambié euros por grivnas y subí al coche de mi hijo. Apenas pisé suelo ucraniano, sentí que la oscuridad se hacía más densa, el frío más intenso y la tristeza, más palpable. Era como si el propio aire susurrara las penas de una nación que lucha por su existencia.
Nuestro conductor, un hombre corpulento, se persignaba una y otra vez ante cada capilla de la Virgen que salpicaba la carretera. Un ritual que, me explicó mi hijo, se repetía cada kilómetro. El silencio en el coche era denso, roto solo por el murmullo de lo que intuía eran plegarias silenciosas. En cada una de esas capillas, en cada rezo, veía reflejada la esperanza y la fe inquebrantable de las madres ucranianas, su constante súplica por la protección de sus hijos en un país marcado por la guerra.
El horror revelado: rostros robados, vidas arrebatadas
En Mostyska, la penumbra se disipó al abrazar a mi nieto, Arek Javierovich. Pero la alegría se vio empañada por una pregunta inevitable: «¿Merece la pena que críes a tu hijo aquí, en estos momentos?». La respuesta de mi hijo y su esposa ucraniana fue un torbellino de patriotismo y dolor: «Ella es ucraniana, y en estos momentos es cuando más nos necesita esta tierra». Mi nuera, con la voz quebrada, compartió el horror: «Mi madre ha perdido un hermano. Conozco familias que han perdido dos hijos, y mi padre vive escondido, porque si lo ven, lo enviarán a la guerra. Pero esta guerra no la ganará Rusia mientras quede un ucraniano vivo». Sus palabras me conmovieron hasta las lágrimas.
Al día siguiente, en Lviv, el verdadero horror de la guerra se reveló ante mis ojos. En un hermoso parque, una hilera interminable de fotografías me dejó helado: rostros de hombres adultos y muchos jóvenes, no mayores de veinte años, vestidos con lo que parecían uniformes de trabajo o incluso trajes de fiesta. «¿Cómo es que no están vestidos de soldados?», pregunté. La respuesta de mi hijo fue un puñal: «Ellos no eran soldados. Eran camareros, panaderos, mecánicos, oficinistas. Sus familias quieren que les recuerden así. Esto es lo que está haciendo Rusia: matando a niños que en su vida habían cogido un arma en las manos». El horror de la guerra se manifestaba en cada rostro, en cada historia silenciada. No eran solo bajas militares; eran vidas arrancadas de su cotidianidad, dejando un vacío inmenso en el corazón de las familias y de toda una nación. Este era el verdadero sacrificio, el precio incalculable de la agresión. La imagen de mi propio hijo, apenas unos años mayor que los jóvenes en las fotografías, convertido en una de las víctimas de esa masacre diaria, me destrozó el alma. Ucrania, tierra de promesas, se había transformado en una trituradora de carne joven, un paisaje de dolor y sacrificio que generaba ríos de lágrimas en los hogares de madres sin esperanza.
El peligro acecha, y la fuerza del patriotismo
En Lviv, la ciudad me recibió con calles dominadas por mujeres, con la vista baja, en silencio. Los pocos hombres visibles se movían con cautela. Una procesión fúnebre me heló la sangre: coches policiales con banderas y el himno nacional ucraniano. «Traen a los muertos», susurró mi hijo. El débil llanto de las dos mujeres a mi lado me arrancó también algunas lágrimas. El horror de la guerra se manifestaba en cada nota del himno, en cada rostro contorsionado por el dolor, en la solemnidad de ese cortejo fúnebre. Era un recordatorio crudo y tangible del sacrificio humano que esta guerra exigía, un golpe desgarrador al corazón de las madres ucranianas y sus familias.
Al caer la tarde, de regreso en Mostyska, las alarmas antiaéreas comenzaron a ulular estruendosamente. El sonido delataba la cercanía de las bombas. No habíamos avanzado ni 200 metros cuando una furgoneta negra se detuvo bruscamente. Cuatro hombres armados con fusiles de asalto descendieron y se abalanzaron sobre mi hijo, intentando meterlo a la fuerza en el vehículo. «¡Somos españoles, somos españoles!», grité, invadido por el terror. Su pasaporte, exhibido a tiempo, nos salvó. «No digas nada a mi esposa ni a mi madre», me dijo mi hijo, su voz apenas un susurro. «Esto es normal para mí. Hoy se han pasado un poco, pero por esto mismo te dije que tengo que llevar el pasaporte en los dientes. Me ven joven y fuerte, y para ellos soy un desertor de la guerra». La cruda brutalidad de la situación me recordó el peligro constante que acecha en Ucrania. Para mi hijo, era una realidad cotidiana, una amenaza latente que transformaba cada paso en un acto de supervivencia. Para mí, era el sufrimiento de ver dónde vivía mi hijo con su familia, y la inmensa suerte que tenemos en España de poder dejar a nuestros hijos libres, sin el temor de cómo terminará el día. ¡Vivimos en paz y con esperanzas!
A pesar del horror, esa noche, una partida de dominó con la madre de mi nuera, Ludmila, nos ofreció un respiro. Cuatro personas riendo, cada uno en su idioma, unidos por la amistad y la necesidad de encontrar un oasis en medio de la adversidad.
El alma indomable de Ucrania
Estos fueron los dos primeros días de los ocho que pasé en Ucrania. Un país donde sus gentes luchan por algo que me impresionó profundamente: el patriotismo inquebrantable, la fortaleza indomable y la clara convicción de que su país, su patria, es Ucrania. Las madres lloran y seguirán llorando, sí, por el horror de la guerra que les arrebata a sus hijos, a sus maridos, a sus vidas. Pero, a pesar de todo, no dudarían en empuñar un arma si Rusia sigue empujando, porque la libertad de su nación es un valor supremo por el que están dispuestas a pagar el mayor de los sacrificios.








