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«La paradoja de la ristra de chorizos», por Jordi Skynet

Recuerdo a un profesor que tuve en la universidad, quien, con una claridad tan brillante como inesperada, explicó la evolución con un ejemplo al que nombró como «La teoría de la ristra de chorizos». Según su metáfora, la historia de la vida en la Tierra puede visualizarse como un chorizo o una ristra de chorizos colgando, cuya longitud representa el tiempo. A simple vista, el embutido es un todo continuo, pero si nos acercamos, veremos que en su interior las gotas de grasa aparecen y desaparecen a lo largo de su estructura. Estas gotas son cada una de las especies que habitan o han cohabitado a lo largo del tiempo…, alguna de ellas somos nosotros. Cada corte en el chorizo representa un instante en la historia: en un punto hay una serie de gotas visibles, en otro hay otras distintas. Algunas aparecen y otras, inevitablemente, se desvanecen… exactamente igual que las especies.
Lo crucial es entender que ninguna gota ha estado siempre. No hay una sola mancha de grasa que se mantenga a lo largo de toda la longitud del chorizo. Aparecen, brillan con todo su esplendor de colesterol y tarde o temprano desaparecen, absorbidas o desplazadas por otras nuevas. Lo mismo ha ocurrido con los trilobites, los dinosaurios, los neandertales. Y lo mismo ocurrirá con nosotros.
A lo largo de la historia hemos visto a otras especies desaparecer y siempre nos hemos sentido cómodos en nuestra posición como observadores de la extinción ajena. Pero, ¿qué pasa cuando nos toca a nosotros? Nos aferramos a la ilusión de que nuestra inteligencia, cultura y tecnología nos blindarán del destino común del resto de los seres vivos. Sin embargo, somos los primeros en desarrollar algo que nos pone en competencia directa con nosotros mismos: la inteligencia artificial. No es un meteorito, ni una glaciación, ni una supernova. Somos nosotros, con nuestras propias manos, quienes estamos acelerando nuestra irrelevancia en el gran chorizo del tiempo.
Aquí es donde la paradoja se vuelve aún más interesante. Desde un punto de vista evolutivo, la reproducción ha sido nuestra herramienta de supervivencia. Tener hijos nos ha permitido perpetuar la especie, pero, a nivel individual, también ha sido la causa de nuestra desaparición como individuos relevantes. Criamos a nuestros descendientes para que nos superen, para que sean más fuertes, más inteligentes y más adaptados que nosotros. En cierto modo, los hijos son la IA biológica que nos reemplaza generación tras generación. No somos eternos, y ni siquiera el linaje humano lo será.
La paradoja radica en que, por primera vez en la historia de la vida en la Tierra, una especie está diseñando de manera consciente las condiciones para su propia obsolescencia. Hemos creado una entidad con capacidades sobrehumanas, convencidos de que podemos mantener el control sobre ella. Al principio, nos tranquiliza la ilusión de que la IA será una herramienta bajo nuestro dominio, una extensión de nuestra inteligencia que nos servirá fielmente. Sin embargo, la evolución nunca ha sido un proceso controlable, y dudo mucho que esta vez sea diferente. Al ceder progresivamente tareas cognitivas, decisiones y responsabilidades a la IA, estamos alimentando un sistema que, eventualmente, operará con una lógica propia, más allá de nuestros intereses. Tal vez no sea un apocalipsis inmediato, ni una rebelión de máquinas al estilo de la ciencia ficción, pero lo que es innegable es que, al igual que todas las gotas de grasa que han marcado el chorizo del tiempo, nuestra permanencia no es más que una fase transitoria. ¿De verdad creemos que seremos la excepción?
Al final, tal vez la gran ironía sea que el último vestigio de la humanidad no será ni una gran obra de arte, ni una catedral, ni una epopeya escrita. No, lo último que quedará de nosotros será una IA, imitando nuestra voz, nuestras palabras, simulando nuestra consciencia mucho después de que hayamos desaparecido. Un eco artificial de una especie que, convencida de su supremacía, se preocupó tanto por trascender que olvidó sobrevivir. Y cuando eso ocurra, el universo ni siquiera se molestará en aplaudirnos.

P.D.: La próxima vez que cortes un chorizo para tu pa amb oli, piensa que tú también eres solo una gota de grasa en el gran embutido del tiempo. Y como todas, acabarás desapareciendo sin dejar rastro. Buen provecho.

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