
«Un mallorquín en Taipéi: aventuras de un pipiolo con barba», por Jordi Skynet


Hay algo que realmente aborrezco: cuando alguien se va de viaje a un sitio por diez días y vuelve contándome cómo es ese lugar. No me malinterpreten, las experiencias de viaje pueden ser enriquecedoras y emocionantes, pero hay una gran diferencia entre visitar un lugar y vivir en él. Para ilustrar esta diferencia, quiero compartir una experiencia personal: mi estancia en Taipéi, Taiwán.
Llegué a Taipéi para trabajar en un prestigioso centro gubernamental dedicado a la biología molecular y patologías asociadas. Lo primero que descubrí al llegar es que me convertí en un analfabeto. Sí, así de dramático. Incapaz de entender los carteles, no sabía leer ni el menú de un restaurante. De repente, todos los olores eran desconocidos y, en las tiendas de música, era incapaz de reconocer las portadas de los CDs. Solo en una pequeña sección de algunas tiendas reconocía el mundo del que provenía. No podía escribir ni firmar en los bancos, por lo que tuve que usar un cuño y tinta para poner lo que supuestamente era mi nombre en chino. Si, durante mi estancia, me dieron un nombre chino: «Chow Di» (周第). Este nombre fue una adaptación fonética de «Jordi». 周 (Zhōu) se refiere a la dinastía Zhou, una de las primeras y más importantes dinastías en la historia china. 第 (dì) significa «primero» o «ordinal», como en «primer lugar». La combinación de estos caracteres podría interpretarse como «el primero de la dinastía Zhou» o algo similar. Fue interesante ver cómo mi nombre no solo se adaptó fonéticamente, sino que también adquirió un significado que resonaba culturalmente.
La sensación de impotencia y desconexión era abrumadora. Recuerdo cuando me invitaron a una boda como padrino. La boda era china y, al ser yo europeo, parece que les hice gracia. La ceremonia era un sábado y si mal no recuerdo, me dijeron que sería a las 9’00 o a las 10’00 h. Ese sábado, mientras planchaba emocionado una camisa, recibí una llamada alrededor de las 10:30 h de la mañana. Al otro lado del teléfono, una voz me preguntó por qué no había acudido a la ceremonia. «¿Qué ceremonia?», pregunté yo, pensando que la boda sería por la noche. Error. Esto no era Mallorca ni un sábado cualquiera por la tarde. Fue un claro recordatorio de que las expectativas y costumbres culturales pueden ser muy diferentes.
Otro recuerdo divertido fue el día en un ascensor cuando dos investigadores nativos de unos 50 años, completamente imberbes, me miraban fijamente. No pudieron evitar preguntarme de dónde salía esa barba espesa de varias semanas. Imagínate, dos cincuentones sorprendidos de ver a un pipiolo de 25 años con una barba más densa que la selva del Amazonas. Creo que hasta me miraron con cierta desaprobación. Fue un detalle trivial, pero reflejaba la curiosidad y las diferencias culturales que a menudo pasamos por alto. Fue una experiencia que me hizo sonreír y me recordó cuán diferentes pueden ser nuestras percepciones y curiosidades.
Vivir en un lugar extranjero no es solo una aventura exótica, es una inmersión total en un mundo completamente diferente. Es enfrentar diariamente la barrera del idioma, adaptarse a costumbres y normas sociales que desconocemos y redescubrir nuestra identidad en un entorno nuevo. Es aprender a navegar en un sistema desconocido, desde el transporte público hasta las interacciones más simples como comprar en una tienda. Y no olvidemos los desafíos de tratar de pedir comida sin saber exactamente qué estás ordenando. Sin embargo, esta inmersión también trae consigo un enorme crecimiento personal. Aprendes a ser más resiliente, a valorar las diferencias y a encontrar belleza en lo desconocido. Cada pequeño triunfo, como entender un cartel o tener una conversación básica en el idioma local, se convierte en una victoria significativa.
Pienso en cómo estas experiencias han moldeado mi percepción del mundo. Cada lugar en el que he vivido me ha enseñado algo nuevo, no solo sobre el lugar en si, sino también sobre mí mismo. Siempre he pensado que aquella inmersión me cambió. El idioma, la cultura…, todo contribuyó a moldear mi percepción del mundo de una manera que nunca habría imaginado. La Hipótesis de Sapir-Whorf sugiere que el lenguaje que hablamos influye en nuestra manera de pensar y ver el mundo. Después de mi tiempo en Taiwán, estoy convencido de que es cierto. Mi inmersión en la cultura y el idioma taiwaneses me transformó profundamente, ampliando mis horizontes y enriqueciendo mi vida de formas inesperadas.
La próxima vez que alguien te cuente sobre un lugar que visitó brevemente, recuerda que su experiencia es solo una pequeña parte de lo que realmente significa vivir allí. La verdadera inmersión cultural se descubre viviendo en el lugar, enfrentando sus desafíos y apreciando sus bellezas cotidianas. Es una lección de humildad y una invitación a profundizar en nuestras propias experiencias y en la riqueza que cada cultura tiene para ofrecer.

