
«Engañabobos», por Jordi Skynet


Hace unas semanas, me embarqué en una de esas misiones quijotescas que, año tras año, capturan los corazones ingenuos de este nuestro querido país: comprar mi décimo para la Lotería del Niño. Ahí estaba yo, cual caballero andante con veinte euros en el bolsillo, lleno de ilusiones y sueños de grandeza. ¡¿Qué podría salir mal?!
Por primera vez en mi vida, y esto no es poca cosa, me tocó algo más que el ya clásico reintegro. Coincidieron las dos últimas cifras y, por unos segundos, mi corazón se aceleró. ¡400 euros! ¡Nada menos! Bueno, bueno, calma. En mi caso, con un solo décimo, la cuenta final fue de 40 euritos. Menos da una piedra, ¿verdad? Pero el golpe de realidad no tardó en llegar.
Fue en ese momento, mientras sostenía mi boleto ganador (¡ganador!) que recordé que le había preguntado a la lotera, en el momento en que adquiría mi décimo, cuánto me tocaría si, por algún milagro astronómico, ganara el Gordo. Su respuesta me cayó como un jarro de agua fría: 200.000 euros. ¡Doscientos mil euros! Lo que en otro tiempo podría haber sido el sueño dorado de cualquiera, hoy día no da para mucho más que para “tapar agujerillos”, si es que tienes la suerte de no tener un agujero negro financiero. Y ojo, que no se crea usted que la cosa no tiene más guasa: encima, de esos 200.000 euros, tendrás que pagar un 20% de impuestos al Estado. Vamos, que se empiezan a esfumar sin siquiera haberlos tocado. Al final, entre ilusiones y mordidas fiscales, te quedan las migajas de un premio que en el papel parecía mucho más jugoso, pero es que ni te va a tocar.
Vamos a poner las cosas en perspectiva. La Lotería del Niño y la de Navidad son los sorteos más esperados del año. Décimos que no son precisamente baratos, una probabilidad de ganar que haría llorar de risa a cualquier matemático, y todo ello para aspirar a premios que, en términos reales, se han quedado en la posguerra. Mientras tanto, la inflación sigue subiendo, los precios de las casas rozan el surrealismo y llenar el carrito del supermercado empieza a parecerse a una película de ciencia ficción distópica.
Pero volvamos al teatro de la lotería. Porque, admitámoslo, lo que verdaderamente compramos no es un boleto. Es una ilusión. La dulce fantasía de dejar el trabajo, viajar por el mundo, pagar deudas o comprar esa casa en la playa que siempre vimos en las revistas. Nos venden sueños envueltos en papel brillante, con anuncios melancólicos y música de piano de fondo. Y nosotros, pobres ingenuos, mordemos el anzuelo cada diciembre y enero, como peces en un estanque.
¿Qué es lo que realmente ganamos? Bueno, si tienes suerte, tal vez unos euros para pagar la cena de Reyes. Si no, un papelito que guardarás en un cajón como recuerdo de que, un año más, participaste en el engañabobos colectivo. Pero eso sí, el verdadero premio es la esperanza compartida, el ritual de soñar en voz alta con amigos y familiares, aunque todos sepamos, en el fondo, que la posibilidad de ganar es prácticamente nula. Y entonces viene a mi mente la ingeniosa estrategia de mi abuelo Jordi, un hombre que en su simplicidad escondía una clarividencia digna de aplauso. Era un maestro de las quinielas de fútbol, pero no como lo imaginas. Cada domingo, con su bolígrafo azul gastado y un papel arrugado, rellenaba los resultados de los partidos con un cuidado casi ceremonial. En aquellos tiempos, el fútbol era cosa de los domingos, no como ahora, que lo exprimen a diario para sacarnos hasta el último céntimo.
Recuerdo cómo se sentaba frente a la radio, el boletín de resultados en mano, y repasaba uno a uno los partidos. Siempre fallaba, siempre. Y, contra toda lógica, su reacción no era de frustración, sino de auténtico regocijo. Sí, se alegraba de no haber acertado. ¿Por qué? Porque nunca sellaba la quiniela. Para él, aquello no era un juego de apuestas, sino un ejercicio de sueños controlados, de ilusiones gratuitas que no le costaban ni una peseta -porque entonces eran pesetas, y cada una tenía su peso en oro-.
Y así, con una sonrisa irónica y un guiño cómplice, vuelvo a guardar mi boleto. Porque, aunque sea un engañabobos, ¡qué bien se siente soñar, aunque sea por un rato!
PD: Por daros un toque de optimismo, queridos lectores, en realidad tenéis más probabilidades de que os toque la lotería que de que os caiga encima el fragmento de un satélite chino descontrolado (1 entre 21 billones, para ser exactos). Así que, si compráis el décimo, no os preocupéis por mirar al cielo… al menos no por eso.

