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«El Gurú de Wall Street», por Jordi Skynet

Como cada semana, aguardo con una avidez casi infantil la aparición los jueves de la edición impresa de Manacor Comarcal. Esta costumbre de devorar publicaciones no es nueva; desde mi infancia, estaba enganchado a «Micromanía», que en sus inicios se presentaba en un inmenso formato DIN A2. De hecho, su tamaño era tan desproporcionado que, si no hubiera sido una revista de videojuegos, podría haber sido confundida con un periódico mural escolar. Era tan grande que podría haber empapelado una habitación con solo un par de ediciones, y aún me habría sobrado material para forrar mis carpetas del colegio. (Y no, no estoy exagerando, aunque lo parezca).
Esa etapa de aventuras gráficas y videojuegos de 8 bits ha quedado atrás, dando paso a una inclinación más adulta, pero no menos pintoresca: calcetines gordos y colonias en Navidad. Aunque el contenido de mis lecturas ha cambiado, mi hábito semanal de hojear una publicación con devoción se mantiene inalterable, como si fuera un pequeño ritual de calma en medio del caos cotidiano. Gracias a los artículos de Manacor Comarcal, me he familiarizado tanto con las caras políticas de vuestra comunidad que ya parecen parte de mi familia. Reconozco que incluso he llegado a construir narrativas imaginarias sobre algunos de ellos: el que parece serio y responsable, la que seguramente organiza las mejores paellas de barrio, o aquel que siempre tiene un semblante tan preocupado que uno no sabe si está pensando en el presupuesto municipal o en qué cenará esa noche. No obstante, hoy quería centrarme en una sección en particular que, a pesar de situarse casi al final de la revista, siempre capta mi atención: EL HORÓSCOPO.
La ironía no se hace esperar. ¿Cómo es posible que a toda la población bajo el mismo signo estelar le aguarde idéntico destino? Me pregunto si acaso no hay alguien que, inevitablemente, saldrá perjudicado en este reparto celestial de suertes y desdichas. ¿Qué misteriosa lógica rige estos pronósticos astrológicos? Y aun así, reconozco, a pesar de mi escepticismo, que hay algo irresistiblemente atractivo en leer esas predicciones.
Recuerdo una anécdota, risueña y reveladora, sobre un amigo de cuyo nombre, en honor a la cita de El Quijote, no “debo” acordarme aquí. Nos encontrábamos juntos cuando decidimos consultar el horóscopo. Aquel día, las estrellas auguraban adversidades financieras para su signo. Nos burlamos del absurdo, pero él, con una sonrisa desafiante, decidió actuar exactamente en contra de lo que dictaba aquel presagio. Una semana después, la prensa anunciaba la quiebra de una empresa en la que había invertido recientemente. Si bien muchos dirían que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de que sucediera, la coincidencia fue tan inmediata que nos dejó pensativos. Desde entonces, a nuestro amigo le apodamos jocosamente como el Gurú de Wall Street
Esta historia, entre risas y debates, ha alimentado nuestras reuniones durante los últimos diez años. Aunque mi amigo siempre subestimó la influencia de los astros, ese evento nos recordó esa noche y cómo, pese a las risas, el horóscopo había acertado de manera inesperada.
Y quién lo diría, pero hoy voy a romper una lanza a favor de esa sección del horóscopo, aunque no en nombre de la ciencia -eso sería ir demasiado lejos- sino más bien en el mío propio. Permitámonos un momento de hipotética reflexión. Si las leyes del entrelazamiento cuántico son reales y el universo es realmente una maraña intrincada de causas y efectos, entonces no es descabellado pensar que los movimientos celestiales puedan tener alguna influencia en nuestra existencia de maneras que todavía no comprendemos completamente. ¿Y si los horóscopos, por primitivos que parezcan, son un eco rudimentario de esta sincronización cósmica? Una especie de interpretación tosca, pero peculiarmente poética, de un principio cuántico que sugiere que cualquier cambio en una parte del cosmos resuena, de algún modo inexplicable, en el todo.
Imagina por un momento que cada vez que leemos esos vaticinios estelares, estamos de hecho sintonizando con una frecuencia antigua, un canal olvidado que conecta puntos en el espacio y el tiempo de maneras que los astrónomos de antaño solo podrían soñar en descifrar. Quizás, en un giro inesperado de eventos, los astrólogos eran los físicos cuánticos de la antigüedad, intentando en sus términos entender las fuerzas que rigen el universo.
Desde aquí, y a pesar de mi innegable escepticismo, deseo extender una carta abierta de agradecimiento al director de Manacor Comarcal, a quien animo fervientemente a que, a pesar de las posibles interferencias de estúpidos confesos como yo, que disfrutamos ironizando sobre los misterios del zodíaco, jamás retire esta sección. Confieso que me sentiría verdaderamente huérfano de ese tipo de lecturas que, semana tras semana, no solo me provocan una sonrisa sino que también me invitan a la reflexión, incluso cuando estoy decidido a no tomarlas en serio. Así que, querido amigo y director, por favor, sigue proporcionándonos ese espacio donde, entre constelaciones y predicciones, encontramos un peculiar confort.

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