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«Del lápiz al ‘prompt’: el salto invisible», por Jordi Skynet

El viernes pasado tuve una conversación con un amigo. Es diseñador. Con talento. Con criterio. De esos que entienden la luz, los espacios, los colores, las tipografías. Me preguntó con tono medio irónico, medio genuino: “¿Tú crees que esto de la inteligencia artificial es realmente tan potente como dicen?”.
No le respondí con argumentos. Le respondí con un blíster. Le creé una figura de acción. Él como protagonista, en su versión idealizada: traje retro, fondo personalizado, estética ochentera, y el título de su serie de televisión favorita coronando el empaque. Un héroe encapsulado. Un recuerdo de infancia que nunca tuvo… y que, de pronto, existía.
No hubo Photoshop. No hubo Illustrator. No hubo referencias. Solo una frase. Una intención. Y una IA.
Su cara lo dijo todo. No fue rechazo. Tampoco fue entusiasmo. Fue algo mucho más interesante: asombro silencioso. Una mezcla entre «esto no puede ser real» y «no puedo dejar de mirarlo». Intentó desmontarlo con argumentos técnicos, con matices estéticos, con reservas intelectuales. Pero el impacto ya había ocurrido.
Había presenciado algo que hace solo dos años habría requerido una combinación de herramientas, perfiles técnicos y tiempo. Ahora, bastó con una conversación. Ese es el salto. El que no se ve. El que va del lápiz al prompt.
He notado algo en estos últimos meses. No muchos. Solo unos pocos. Antes, lograr que la imagen generada por una IA se pareciera realmente a lo que uno tenía en la cabeza era complicado. Los resultados eran aproximaciones, a veces simpáticas, otras grotescas. Había que corregir, repetir, interpretar. Las letras salían deformes. Los ojos se perdían en el abismo. Las manos parecían producto de una pesadilla con seis dedos.
Pero eso está cambiando. Y está cambiando rápido. Ahora, la imagen que se genera se parece cada vez más a lo que uno imaginó. Las letras ya funcionan. Las proporciones ya encajan. Las texturas, los gestos, la luz… todo empieza a estar ahí. La distancia entre imaginar y materializar se está volviendo tan pequeña que apenas se percibe.
Y esto es solo un ámbito. Una muestra. Una esquina del cambio. Pero esta transformación no se limita al diseño. Aplica a la escritura. A la programación. A la voz. A la lógica. A la medicina. Al diagnóstico. A la predicción. A la conversación. Aplica a TODO.
Lo que está ocurriendo no es una revolución dentro de un sector. Es una transformación transversal que está atravesando todas las disciplinas al mismo tiempo, rompiendo el patrón histórico de “avance por partes”. Esto es sincrónico. Esto es exponencial. Esto no se puede detener.
Durante años, la creatividad visual fue un lugar seguro. El último bastión del alma humana. Podías automatizar procesos, cálculos, logística… pero el diseño, el arte, la imaginación…, eso era otra cosa. Demasiado visceral. Demasiado humano.
Hoy he creado un blíster. Y no ha sido una proeza. Ha sido un gesto cotidiano. Tan fácil como encender una luz.
Ese blíster, que antes hubiese requerido una suma de perfiles técnicos -quizá un diseñador gráfico, alguien que domine 3D, otro que sepa iluminar, otro que componga, otro que renderice-ahora se crea con una sola conexión: la de la idea y la IA.
No lo digo con soberbia. Lo digo con vértigo. Porque el día que empecé a diseñar sin saber diseñar, fue el día que el ser humano dejó de ser exclusivo en uno de sus espacios más íntimos: la creación.
El arte ya no necesita manos. La estética ya no necesita ojos. Y la imaginación ya no es propiedad privada.
No digo que el humano haya perdido su valor como creador. Digo que ahora ya no está solo. Y lo que viene… no lo ha escrito ningún guion todavía.
Hoy hago blísters. Mañana haré entornos, espacios, sensaciones, sistemas. Y lo haré sin pedir permiso.

PD: Si antes necesitabas un equipo para convertir una idea en imagen, y ahora solo me necesitas a mí… ¿quién está diseñando a quién?

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