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«Darwinismo inmobiliario», por Jordi Skynet

Paseaba yo ayer por una de esas calles de Palma donde las inmobiliarias exhiben sus panfletos como si fueran cuadros de museo. Fotos de pisos luminosos, con filtros que ocultan la miseria de los 40 metros cuadrados a precio de mansión. Lo curioso es que esta vez, en cada una de esas imágenes había un cartel colgado con la palabra mágica: «VENDIDO».
No sé si es una estrategia de marketing para provocar pánico en la población o si realmente los pisos desaparecen como churros en una feria. Pero lo cierto es que el mensaje era claro: o compras ya o te quedas sin nada. Y claro, el que tiene miedo, firma lo que sea… si es que puede.
Hasta ahí, lo de siempre. Lo que realmente me dejó con la boca abierta fueron los precios: el alquiler medio no baja de los 1.000 euros y el precio de venta de una vivienda ronda los 300.000 euros. Vamos, que si quieres comprar algo, tienes que destinar tu sueldo íntegro durante 20 años. Y eso si tienes la suerte de que el banco te lo financie, no suban los intereses, no pierdas el trabajo, no haya otra crisis y no decidan que las casas en propiedad ya no están de moda. Spoiler: todo eso va a pasar.
Mientras observaba los precios en el escaparate, recordé la película El 47 (galardonada hace unos pocos días en los premios Goya) y la creación espontánea de suburbios, como Torre Baró, en los que la gente construía sus casas de la noche a la mañana. La ley establecía que si, al amanecer, la casa estaba techada, ya no se podía demoler. Ingenioso, ¿no? Una solución desesperada para un problema desesperante. Lo más curioso es que los fundadores de estos asentamientos fueron emigrantes de Extremadura y Andalucía, que llegaron a las afueras de Barcelona en busca de mejores oportunidades. Y aquí estamos, en pleno siglo XXI, donde las leyes han cambiado, pero la necesidad sigue siendo la misma.
Lo peor de todo es que creo que no hay solución. Al menos, no dentro del marco de la oferta y la demanda. Si el problema tuviera arreglo, ya habría ocurrido, pero no se toca porque la única solución real implicaría la pérdida masiva de privilegios. La bajada de precios significaría que los propietarios dejarían de ganar dinero, los bancos reducirían sus beneficios, el turismo tendría que replantearse y la especulación inmobiliaria colapsaría. Y claro, eso no va a pasar, porque significaría que algunos tendrían que volver a ganarse la vida con un trabajo real. ¡Qué horror! Trabajar como el resto de los mortales en lugar de vivir de rentas… ¡ni pensarlo! En realidad, quizá nadie tenga la culpa, quizá simplemente sobra gente. Tal vez hemos llegado a un punto en el que el sistema no está roto, sino que funciona a la perfección según su lógica despiadada. No se trata de incompetencia política, sino de pura selección económica: si no puedes permitirte vivir aquí, significa que no deberías estar aquí. Un darwinismo inmobiliario en toda regla. Bienvenidos a la jungla del ladrillo, donde el más fuerte sobrevive y el resto puede irse acostumbrando a vivir en un trastero con vistas a un patio interior. O mejor aún, en el sofá de sus padres hasta que se jubilen. ¿Quién necesita independencia cuando puedes heredar una deuda?
Mientras tanto, la ciudadanía sigue en su bucle: indignación en redes sociales, quejas en el bar, algún tweet viral sobre lo mal que está todo, pero a la hora de votar… bueno, ahí seguimos, premiando con la reelección a los mismos que nos han metido en este agujero. Y así, el juego continúa. Porque quejarse está bien, pero renunciar a la paella del domingo para salir a exigir cambios ya es otro tema. Pues bien, si este es el mercado, lo que realmente hace falta es una demolición total del sistema. Pero claro, eso implicaría que los que mandan perdieran sus beneficios. Y antes de que eso ocurra, mejor seguimos poniendo carteles de “VENDIDO” mientras el ciudadano medio se pregunta si su mejor opción será irse de la isla o hipotecar su vida hasta la jubilación. O mejor aún, comprar una furgoneta y abrazar el estilo de vida nómada mientras el resto del mundo sigue enriqueciéndose a su costa.
Y así es como en Mallorca tener casa ya no es un derecho, sino un privilegio reservado para unos pocos. Y mientras no hagáis nada, ellos seguirán haciendo lo de siempre: llenarse los bolsillos y sonreír para la foto en campaña electoral, con la mano en el corazón y la otra en vuestro bolsillo.

P.D.: Tal vez nuestros hijos sean los próximos fundadores del nuevo Torre Baró. Quizá, en alguna noche sin luna, se levanten muros clandestinos y surjan suburbios espontáneos donde la ley no llega, y la necesidad dicta sus propias normas. Lo único que falta por definir es dónde.

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