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«Cuentos que no eran cuentos: manual de instrucciones para el poder», por Jordi Skynet

“Cuando la realidad se disfraza de literatura,
y la literatura se convierte en espejo.”

Vivimos tiempos curiosos. O, mejor dicho, absurdos. En los últimos días, hemos asistido a una nueva función del circo nacional: mensajes privados expuestos -cortesía del diario El Mundo-, confesiones de pasillo convertidas en prime time, y filtraciones servidas como menú del día en todos los noticiarios.
Y lo que de verdad resulta escandaloso no es lo que se dice en esos mensajes -que, por cierto, no tienen desperdicio-, sino que la versión oficial del Gobierno de turno y sus acólitos pretenda convencernos de que lo grave es que se hayan hecho públicos.
Como si lo vergonzoso no fuera el contenido, sino que lo estemos leyendo. Como si lo inmoral no fuera lo que se trama entre bambalinas, sino que alguien haya corrido el telón.
Así estamos: más molestos por el eco que por el grito, más preocupados por la filtración que por la podredumbre que revela.
Y ahí está el quid de la cuestión: ¿cuándo fue que nos empezaron a importar más los modales que el crimen? ¿Por qué escandaliza más que alguien escuche detrás de una puerta, que lo que ocurre dentro de esa habitación? ¿Desde cuándo la discreción ha reemplazado a la ética como brújula moral?
En medio de esta tragicomedia, se me agolpan en la cabeza ciertas lecturas de mi vida, esas obras que uno va almacenando como amuletos sin saber que, tarde o temprano, dejarán de ser cuentos para convertirse en advertencias.
De niño, como tantos otros, leía El Señor de los Anillos. Me fascinaban las espadas, los mapas, los elfos…, todo ese decorado de mundos imposibles donde el bien y el mal estaban claramente delimitados. Pero el anillo… el anillo me intrigaba. No acababa de entender qué tenía de especial. ¿Por qué una simple joya provocaba guerras, enloquecía a sabios, convertía en sombra a quienes lo portaban? Tardé años en comprenderlo: el poder absoluto no se impone desde fuera, sino que se instala dentro. Y desde allí transforma, pudre, desfigura. Lo más peligroso del anillo no era su brillo, sino su promesa. Porque una vez lo llevas, ya no quieres soltarlo. Ni puedes.
Más adelante, me topé con Rebelión en la granja. A esas alturas ya intuía que los cuentos de hadas eran una excusa para hablar de nosotros. Los animales se rebelan contra los humanos, levantan una nueva sociedad basada en la igualdad… y acaban construyendo una dictadura más sucia, más cínica, más familiar. Me impactó que los cerdos, que en teoría lideraban la revolución, terminaran usando corbata y viviendo en la casa del amo. ¿La conclusión? Que el problema no es el sistema, sino la tentación de manipularlo cuando uno llega arriba. Que las promesas de cambio, sin vigilancia ni memoria, se transforman en lemas vacíos y traiciones prácticas.
Y entonces llegó 1984. El mazazo final. Un libro que no debería haberme gustado… pero me atrapó como un mal sueño del que no quieres despertar. Allí, el poder no es solo corrupción: es control total. Del lenguaje, de los recuerdos, de la realidad misma. La gente no solo es vigilada: aprende a sentirse libre mientras está siendo controlada. La libertad no se prohíbe: se redefine.
Lo inquietante no era la violencia, sino la calma con la que se aceptaba. La sumisión disfrazada de civismo. La manipulación vendida como protección. “La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza”, decía el lema del Partido.
Y de pronto, cualquier telediario me pareció un remake encubierto.
Hoy, mientras observo el panorama actual, no puedo evitar ver estas tres historias fundirse como un solo relato. Un anillo que nadie quiere soltar. Unos cerdos que redactan nuevas constituciones en función de su apetito. Y un sistema que nos susurra, cada día con más convicción, que la verdad es solo una versión con mejor marketing.
Vivimos entre anillos, granjas y distopías. Y lo hacemos con la naturalidad de quien cree estar despierto, cuando en realidad lleva años soñando. El presente ya no es una página en blanco, sino una reescritura permanente. Una obra coral donde todos actúan, pero pocos se detienen a leer el guion. Quizá por eso la literatura sigue teniendo tanto valor. Porque, aunque parezca que exagera, a veces solo describe.
Y entonces uno se pregunta: ¿Y si la ficción no era una advertencia, sino un espejo? ¿Y si el monstruo no estaba en los libros, sino en el reflejo? ¿Y si lo verdaderamente distópico es que ya ni siquiera nos importe?.

P.D.: Tranquilos, no pasa nada. Son solo libros. Solo ficción. Solo advertencias que nadie pensó que se cumplirían. Y sin embargo… aquí estamos: obedeciendo al anillo, saludando a los cerdos y repitiendo los lemas del Partido con una sonrisa.

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