
«Dos viernes», por Jordi Skynet


Yo no vi Superman en el cine.
Me colé aquel viernes… sin saber que estaba entrando en uno de los recuerdos más importantes de mi infancia. Era 1981, yo tenía siete años, y acababa de sobrevivir a otra semana de cole: mochilas pesadas, cuadernos cuadriculados, patio de cemento y meriendas con pan y chocolate o quesitos. Pero llegó el viernes, ese que olía distinto. Ese que venía con promesas no dichas: la de poder dormir fuera de casa, quedarte despierto más rato y vivir, por unas horas, la vida de los mayores.
Mi hermano se iba a quedar en casa de un amigo, y yo -con esa mezcla de intuición infantil, tozudez genética y alma de metiche profesional- me empeñé en ir también. No sabía lo que iban a hacer. No sabía que habría una película. Solo sentía que esa noche pasaba algo. Y no pensaba perdérmelo. Era el típico hermano pequeño que se mete donde no le llaman, que se sienta en el suelo aunque nadie le haga caso, y que escucha conversaciones sin entenderlas solo por el placer de estar allí.
No pintaba nada en aquella reunión de mayores. Pero aun así me quedé, o me dejaron. O me impuse, no lo tengo claro. Pero lo que sí sé es que me colé en aquella noche con alma de espectador accidental. Un sofá ajeno, voces de preadolescentes, algo de Coca-Cola, y esa emoción difusa de estar justo donde no deberías, pero sabiendo que algo importante estaba a punto de pasar. Y tuve suerte. Porque esa noche, sin saberlo, me colé en la historia.
No recuerdo si pusieron un VHS o un Beta. Pero sí recuerdo Krypton. Un mundo blanco, de trajes brillantes y solemnidad espacial. Una especie de ópera muda hecha con luces, túnicas y ecos eternos. Y luego, el viaje. El chico. El héroe. Y entonces, sin anuncios ni efectos hiperrealistas, sucedió: un hombre voló. Y yo, que no sabía que eso se podía hacer en una película, creí.
Creí de verdad. Porque Christopher Reeve no interpretaba a Superman: lo encarnaba. No necesitaba oscurecerse, ni ironizar, ni romper edificios para demostrar nada. Era bondad. Sencillamente. Sin filtros.
Y mañana… otro viernes. Mañana vuelve Superman. Otra vez. He visto todos los tráilers. Sale el perro Krypto. Aparecen inteligencias artificiales gestionando la Fortaleza de la Soledad. Todo luce mejor que nunca: más brillante, más medido, más espectacular, más diseñado para gustar. Y sin embargo… no espero nada. Hace ya demasiado tiempo que no pasa nada. Desde aquel vuelo inolvidable de Christopher Reeve, muchos han llevado la capa: Brandon Routh, Henry Cavill, Tom Welling, Tyler Hoechlin… y aun así, ninguno ha logrado que volvamos a creer. Cada intento ha traído algo nuevo: más oscuro, más complejo, más “humano”… pero también más frío, más lejano, más vacío. Quizás el problema sea mío. O del mundo. O del tiempo. Pero lo cierto es que, aunque cada nueva versión venga cargada de promesas… yo ya no espero nada. Y está bien así.
Dos viernes. Separados por 45 años. El mismo héroe… y dos versiones de mí. Una, con siete años, tumbado en el suelo, colándose en la historia sin saberlo. Otra, ahora, que ya lo ha visto todo, y a la que ya casi nada la atraviesa. Quizá ya no soy moldeable. O quizá estoy saturado. De tráilers, de hype programado, de promesas que se reinician cada pocos años sin dejar poso. Y lo reconozco sin enfado: mi opinión no importa. Habrá niños -ojalá- que este viernes salgan del cine convencidos de que un hombre puede volar. Y benditos sean. Que nadie les robe eso.
Pero yo… Yo me colé en aquel viernes. Sin saber lo que iba a pasar. Y vi volar a un hombre.
Y creí. Y no sé si volveré a creer igual. Pero tampoco quiero olvidarlo.
P.D.: Si tú también viste volar a Reeve en un salón con olor a cinta y Coca-Cola… entonces ya sabes de qué hablo.

