
«Crónica de una muerte anunciada», por Jordi Skynet


Hoy me ha venido a la mente el título de un libro que me obligaron a leer en mi etapa de BUP… Sí, esa época en la que no nos quedaba más remedio que tragar literatura a la fuerza. Nunca pensé que Crónica de una muerte anunciada acabaría convirtiéndose en la metáfora perfecta de mis propósitos de año nuevo, porque desde el minuto uno sabemos —tú, yo y todo aquel que haya probado a “cambiar de vida” en enero— que estas promesas están condenadas a un triste desenlace que todos anticipamos menos nosotros mismos.
¿Te acuerdas de ese bajón de septiembre, cuando regresamos de las vacaciones con la arena todavía pegada en los pies, el corazón encogido por la vuelta a la rutina y las neuronas ansiando el mar? Pues ahora imagina lo mismo, pero aderezado con el brillo engañoso de un año nuevo y todas las promesas que nos hacemos para (supuestamente) ser mejores personas. Si en septiembre queríamos llenar el vacío comprando fascículos de coleccionables rarísimos —y que, seamos honestos, jamás íbamos a completar (hoy ya podemos dar fe de ello)—, en enero nos lanzamos a fabricar una versión 2.0 de nosotros mismos que, seamos realistas, nunca llegará a ver la luz.
La gran ilusión del gimnasio
Imagina la escena: te suscribes a un gimnasio durante doce meses (una pasta gansa). El primer día vas con emoción casi infantil, saludas a la cinta de correr como a una compañera de aventuras épicas. Dos sesiones después, la realidad te suelta un bofetón de agujetas, te susurra lo cómoda que está tu cama a las seis de la mañana y lo bonita que es la vida sin sentirte un robot en modo fitness. Para cuando llega febrero, el gimnasio solo sirve de motivo de culpa: un lugar que pagas sin pisar, cual monumento a los sueños rotos.
El espejismo de la dieta saludable
La Navidad se ha ido, dejándote un michelín de recuerdo y un antojo continuo de polvorones y turrón. “Este año voy a comer sano”, te repites con la firmeza de quien cree haber descubierto el secreto de la inmortalidad. Visualizas tu nevera repleta de verduras orgánicas y frutas exóticas. Sin embargo, la vida te hace una jugada maestra: el trabajo te estresa, el frío se cuela en tus huesos y una fuerza irresistible te empuja a abrazar la comida reconfortante (alias “pizza con extra de queso”). Esa promesa de ensaladas multicolores se diluye en cada mordisco a tu bocata de bacon, y tu nevera termina pareciéndose a un campo de batalla entre los restos navideños y la lechuga medio mustia que compraste para la “dieta del lunes”.
El plan estratosférico de ahorro
Después del atracón de gastos navideños y de ese septiembre en que te habías fundido el dinero en coleccionables que jamás completaste, juras que el próximo año serás responsable con tus finanzas. Pintas escenarios de ti mismo rodeado de huchas llenas, cuentas corrientes generosas y una sabiduría económica digna de un gurú de las inversiones. La cruel realidad: entrado febrero, empiezas a recibir tentadoras ofertas de rebajas y, cuando llegue marzo, surgirán imprevistos (la lavadora que deja de funcionar, el móvil que te hace ojitos con su última versión…). Para cuando termine el año, habrás cumplido una sola cosa: la certeza de que ahorrar es más difícil que intentar domar unicornios con un silbato desafinado.
El edén literario que no leerás
Finales de diciembre: elaboras mentalmente una lista de libros que cambiarán tu vida -clásicos, novedades y hasta ensayos de misticismo-. Te imaginas saboreándolos con una taza de té humeante, envuelto en una manta que te abriga tanto el cuerpo como el alma. Pero te conoces: en cuanto abres la primera página, te distraen las notificaciones, la tele o la pura existencia de tu propia nevera… Al poco tiempo, ese precioso libro queda relegado a un mueble cualquiera, sirviendo de posavasos cuando tu inspiración inicial se ha esfumado. Y así, la torre de “pendientes de leer” crece más que tu motivación.
La gran promesa de organización
Tantos post-its, cuadernos y agendas comprados con la esperanza de “ser otra persona”: esa que archiva cada documento en la carpeta correspondiente, que planifica la semana con antelación y que sigue un horario tan perfecto que ni un reloj atómico se atrevería a contradecirlo. Sin embargo, te despiertas cualquier día de enero y lo primero que ves es tu escritorio convertido en un carnaval de papeles, tazas vacías y cables enredados. Intentas ponerle remedio, pero algo te interrumpe (¡ay, la notificación del móvil!), te dispersas y vuelves a hundirte en el caos mientras te consuelas pensando: “Bueno, al menos he conseguido ordenar algo… ¿verdad?”. (Spoiler: ni eso).
Al final, hay algo de poético en la esperanza renovada de cada enero, ese ingenuo subidón que nos impulsa a creer que, tal vez, nuestra mejor versión está a la vuelta de la esquina. Aunque, seamos sinceros, esa esquina suele estar bastante más lejos de lo que nuestros sueños nos prometieron.
¡Feliz (y un tanto irónico) año nuevo!

