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«Cuando la nostalgia sabe a patatas», por Jordi Skynet

Desde siempre, la comida ha sido una de mis debilidades, y no me sorprendería que también sea la causa principal de mi, espero no próxima, futura desaparición. Pero si tengo que señalar un plato que ha marcado mi vida, ese sería el de las patatas fritas. En casa, mi madre solía prepararnos patatas fritas con una maestría que hasta hoy no he vuelto a encontrar. A veces, las acompañaba con huevos fritos; otras, con bistecs rebozados; y en las ocasiones más memorables, con ambos.
Esas patatas, con su toque de ajo, tan típicas de Mallorca, son, sin lugar a dudas, las mejores que he probado. No sé si es porque eran las de mi madre, o porque realmente son las mejores del mundo. Quizá sea una mezcla de ambos. Y aunque esto quede entre nosotros, debo confesar que mi hijo mayor también las considera insuperables. Pero volvamos a lo que realmente importa. Recuerdo con nitidez la sensación que me invadía al llegar a casa con un hambre feroz, ese tipo de hambre que te hace soñar con un banquete. Apenas cruzaba la puerta, me dirigía casi instintivamente a la cocina, donde la bandeja de patatas reposaba tentadora sobre la mesa. Me sentaba a la mesa, tratando de disimular mi urgencia, mientras lanzaba miradas furtivas a la bandeja, calculando mentalmente cuántas patatas había y cuántas nos tocarían a cada uno. Era un cálculo preciso, casi matemático, donde cada movimiento de los demás comensales era observado con atención. Mis ojos seguían de reojo cada mano que se acercaba a la bandeja, esperando que, por alguna suerte del destino, alguno desistiera de coger una patata más. Mi esperanza secreta era que sobraran algunas, suficientes para que pudiera lanzarme a un último ataque final y saciar esa hambre que parecía no tener fin. Era un pequeño juego de estrategia en mi mente, donde el objetivo final era siempre el mismo: conseguir más patatas.
Aquí es donde entra en escena mi abuelo paterno, Francisco. Ya sabemos que los abuelos están para consentirnos, para darnos esos caprichos que a veces nuestros padres, por diversas razones, no pueden o, mejor dicho, no deben. Y él cumplía ese papel a la perfección. Se le ocurrió (o eso creo) instaurar los «Viernes de Comidas» en su casa, una tradición que esperaba con ansias cada semana.
El plan era simple pero grandioso: tras salir de la escuela, mi hermano mayor (también Francisco) y yo nos encaminábamos hacia la casa de nuestro abuelo, donde nos esperaba un festín digno de una bacanal romana. Viudo desde hacía ya unos años, mi abuelo dedicaba un buen rato a pelar patatas, comprando bistecs como si se dispusiera a alimentar a un regimiento entero. Aunque solo éramos tres, él, mi hermano y yo, la premisa en su hogar era inquebrantable: aquí no se escatima.
Recuerdo cómo había cortado tantas patatas que una sartén inmensa apenas podía contenerlas, a menos que las dividiera en cuatro tandas. Pero la cocina nunca fue su virtud, así que las echaba todas de una sola vez, abarrotando la sartén sin miramientos. Eso, inevitablemente, tenía sus consecuencias: algunas patatas no alcanzaban ese punto crujiente que solo mi madre sabía lograr; quedaban más bien blandas, sin la textura perfecta que recordaba con nostalgia. No eran las mejores patatas en términos de calidad culinaria, pero su abundancia las convertía en un sueño hecho realidad. La sensación de anticipación que me embargaba antes de llegar a casa era indescriptible; sabía que me esperaba un banquete infinito, y esa promesa era suficiente para acelerar mi paso. Pero al terminar de comer, la realidad se imponía: me sentía tan lleno que apenas podía moverme, como un globo inflado al límite, a punto de estallar. Era casi cómico intentar caminar de regreso, con el estómago tan pesado que cada paso se volvía una hazaña.
En esas bacanales de los viernes, el exceso era la norma, y aunque en la antigua Roma o Grecia la gente se deshacía del exceso para seguir comiendo, yo no tenía ese lujo. Sin embargo, el recuerdo de esas comidas permanece grabado en mi memoria, no solo por la comida en sí, sino por lo que representaban: la abundancia, el cariño y la tradición que mi abuelo se aseguraba de transmitir en cada bocado. Y al igual que ocurre con las magistrales patatas de mi madre, nunca he olvidado el olor de esas imperfectas patatas…, aquellas que también extraño, porque en su imperfección radicaba el auténtico sabor de la nostalgia.

PD: Así que, aunque el tiempo pase, es ese aroma imperfecto el que sigue guiándome de regreso a esos momentos, donde la felicidad era tan simple como una bandeja llena de patatas.

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